domingo, 08 de octubre de 2017 - Pagina Siete
Desde la militancia partidaria y la convicción de que había que apoyar a la guerrilla no sólo con discurso, Soria Galvarro vivió, junto con sus compañeros de la JCB, el dilema que marcó su vida.
Despuntando la dictadura banzerista, una cajita quedó escondida debajo de una cama en una casa de Villa Dolores. En ella, dispuestos sin mayor inventario, estaban los documentos, recortes, fotos y apuntes que un testarudo joven comunista se había propuesto coleccionar desde mediados de los años 60.
En días de clandestinidad, peligros, santo y seña, cargar con una cajita de papeles no era lo más apropiado, pero el periodista e historiador Carlos Soria Galvarro atesoraba premonitoriamente esos pedazos de historia escritos entre la zozobra y la incertidumbre de aquellos turbulentos años.
Con el allanamiento pisándole los talones, Soria tuvo que abandonar el refugio, pero no sus documentos. Ante tal coyuntura no tuvo mejor idea que mandar a su madre a burlar la vigilancia militar y rescatar la caja. "¡A mi viejita!, ¿vas a creer que mandé a mi viejita a recoger mis papeles?”, cuenta más de 40 años después.
Lo cierto es que aquella cajita de papeles obsesionó a su propietario en más de una forma. Primero, con la idea de dejar registro de todos los detalles que tenían que ver con el destino que corrieron varios camaradas suyos que se sumaron a la guerrilla; luego, como depositario de la misión de reconstruir y dejar constancia de lo que fue la campaña del Che en estas tierras: "una historia continental que tiene lugar en Bolivia”, sostiene en una entrevista concedida a Página Siete en junio de 2017.
Tras los pasos de la guerrilla
Carlos Soria Galvarro se considera un sobreviviente de la guerrilla del Che. Aunque no estuvo ni un solo día en combate, dejó en Ñancahuazú anhelos, afectos y determinaciones que marcaron su vida de forma indeleble.
Es considerado el mayor experto boliviano en el Che, pero, como buen comunista, sostiene que solamente hizo "lo que tenía que hacer”. Un quehacer que, sin embargo, ha ocupado los últimos 50 años de su vida; el mismo tiempo que nos separa del día en que Ernesto Che Guevara fue ejecutado en una escuelita en La Higuera (Vallegrande).
Ese 9 de octubre de 1967, mientras el cuerpo del Che era abatido, empezó otra etapa de una historia que se ha seguido escribiendo hasta estos días. La historia de sus ideales, la de los intereses y procesos políticos que marcaron su destino, la de las consecuencias de sus actos y hasta la de los símbolos imperecederos que dejó como herencia.
Cinco tomos de documentos, testimonios y datos bajo el rótulo de El Ché en Bolivia son el principal producto de un trabajo que se impuso prácticamente a tiempo que sucedían los hechos, cuando -mientras era parte de la Juventud Comunista de Bolivia (JCB) y se debatía entre los argumentos de su partido para apoyar o no a la guerrilla- empezó a recoger todo recorte, documento y referencia que pasaba por sus manos.
"Soy contemporáneo a los hechos. He vivido todo muy de cerca. Yo militaba en el Partido Comunista de Bolivia (PCB), era dirigente de la Juventud Comunista de Bolivia (JCB) y desde los entretelones fui percibiendo lo que pasaba. Yo tenía un conocimiento colateral, pero muy cercano de lo que estaba ocurriendo: varios de los compañeros que se fueron a la guerrilla fueron amigos muy cercanos. Especialmente Antonio”.
Cuando habla de Antonio no puede ocultar la emoción. El hombre que ha repasado mil veces esta historia de todos los ángulos posibles, hace una inflexión para mencionar al amigo, compañero de lucha de la primera juventud. El que partió a la guerrilla para no volver. "Por eso mi hijo se llama Antonio”, dice.
Antonio Jiménez, bautizado como Pan de Dios en las lides comunistas de principios de los 60 y rebautizado como Pan Divino por el Che ya en campaña, fue amigo entrañable de Carlos. Ambos estudiantes "cochalas” en La Paz compartieron cuarto e ideales políticos cuando pasaron a formar parte de la Juventud Comunista de Bolivia, una estructura orgánica dentro del PCB que era mucho más que un punto de encuentro de utopías juveniles. Con poco más de 20 años, Carlos Soria era el secretario general de esta organización partidaria.
"Imagínense ustedes a un muchacho de poco más de 20 años, militante de la Juventud Comunista desde que tenía 16, candoroso admirador del personaje de Ostrovski, Pavel Korchaguin; que se sabe muchas canciones de la guerra civil española; Oh bella ciao, de los guerrilleros italianos y Por las llanuras y montañas de los soviéticos. Estudia Historia en la universidad, pero ya se considera un revolucionario profesional a tiempo completo”, se describe a sí mismo en sus inicios en la militancia política y su consecuente proximidad a la guerrilla a mediados de los 60.
Antonio Jiménez, Aniceto Reynaga, Wálter Arancibia, tres compañeros de la dirección de la JCB a los cuales estimaba profundamente, habían ingresado a la guerrilla y él, junto a otros camaradas como Ramiro Barrenechea, se debatían en una crisis de conciencia sobre cuál era su deber como revolucionarios.
"¿Cómo mantener la fidelidad al partido en el que nos habíamos educado y al que nos sentíamos vitalmente unidos y a la vez acudir a la trinchera que ocupaban nuestros compañeros, equivocadamente como se nos decía, pero realmente como nosotros la sentíamos?”, escribe en "Mi aproximación íntima al tema”, en su libro Andares del Che en Bolivia.
Listos para el combate
Originalmente, el Comité Ejecutivo de la Juventud Comunista de Bolivia estaba integrado por cinco miembros: Loyola Guzmán, Ramiro Barrenechea, Aniceto Reynaga, Antonio Jiménez y Carlos Soria, quien era el secretario general en 1966.
Aniceto y Antonio se habían unido a la guerrilla y estaban sin contacto. Loyola, por su parte, ingresa a la guerrilla secretamente, se entrevista con el Che y regresa con la misión de organizar el núcleo urbano; algo que nunca llega a realizarse.
Sólo quedan Carlos y Ramiro. "Somos minoría: somos dos y ellos tres. Entonces, llamamos al Comité Nacional que eran como 25 personas y decidimos reestructurar el Comité Ejecutivo de la JCB y cambiamos a los tres”, recuerda.
Al día siguiente de la reunión deciden visitar a Loyola para informarse de sus actividades y comentar sus decisiones. Ella se muestra distante y desconfiada. "Nos dijo: ‘ustedes piensan de una manera, nosotros de otra’, haciendo énfasis en una separación. Le dijimos: ‘discutamos, dónde están los compañeros, los podemos llamar’… No quiso, dijo que era una pérdida de tiempo”.
Sin embargo, los impulsos por unirse a la guerrilla fueron muchos. En marzo de 1967, junto a Luis Abasto, joven minero despedido de Siglo XX, miembro de la dirección ampliada de la JCB a quien todos conocen con el nombre de Sullu, Carlos Soria llegó a Camiri sin contactos ni planes definidos.
"No conocía a nadie. En la lista de candidatos encontré a un compañero que se llamaba Israel Avilés. Llegamos y preguntamos por él. Era un petrolero expulsado de YPFB por el MNR, que había puesto una heladería en Camiri. Ni nos conocía ni lo conocíamos. Empezamos a charlar hasta que lo convencimos de que éramos los dirigentes de las juventudes comunistas y nos dijo que el contacto era Coco Peredo, a quien nosotros obviamente conocíamos. Él sabía que estaba entrando gente, equipos, armas y se sentía entusiasmado. Simpatizaba con la guerrilla, pero no entendía muy bien de qué se trataba”, relata.
Empieza la larga vigilia. Todos los días, Sullu y Carlos se instalaban en la placita del pueblo a la espera de que aparezca Coco Peredo. Dos, tres, cuatro días y no aparecía. "Entonces, un compañero del Comité local que nos había presentado Avilés, nos dice: ‘Mi hermano es conscripto, ha salido esta mañana a buscar guerrilleros’. Ahí nos dimos cuenta de que la guerrilla ya estaba detectada. Luego, vimos que también llegaron helicópteros, aviones, gente… y bueno, fueron a buscarlos. Por eso Coco ya no salió. Era marzo de 1967. Además, tuvieron dos desertores que salieron y los delataron con pelos y señales… Ya nadie pudo parar el rumor”.
Por si acaso, Carlos y su camarada esperaron un día más en Camiri y luego decidieron irse. Al llegar a Santa Cruz, se separaron y Soria regresó a La Paz; buscó a Jorge Kolle, de la dirección del PCB y le advirtió que la guerrilla estaba detectada. "¡No puede ser!”, le respondió el dirigente. A los pocos días se confirmó todo.
Sin embargo, a pesar del primer fracaso, la decisión de sumarse a la guerrilla seguía en pie a pesar del contexto.
"Incluso con nuestra crítica al foquismo, teníamos más afinidad con la guerrilla que con los dirigentes del PC en ese momento. Queríamos ser consecuentes y decir que apoyábamos no solamente de discurso a la guerrilla. Sobre todo nos dolió la masacre de San Juan y la muerte de Antonio Jiménez que se hizo pública en agosto de 1967 cuando fue el ataque a la retaguardia. Todo eso se fue acumulando en nuestros ánimos y dijimos: Carajo, vamos”.
En agosto de 1967, otro pronunciamiento de la JCB, en vez de ser difundido, fue acallado de la peor manera. Kolle mandó incluso abrir los paquetes en los que, junto al periódico clandestino Unidad, se lo haría circular. La orden era precisa: secuestrar el documento en el que "estos mozalbetes” se habían permitido decir que el foquismo era una respuesta frente al adocenamiento de los partidos comunistas en América Latina y que, luego de la Masacre de San Juan, el apoyo del PCB a la guerrilla debía dejar de ser solamente lírico. "La discusión que tuvimos con Kolle sobre esta cuestión fue agria y de tono muy subido”, recuerda Carlos.
No fue el último intento. El 14 de septiembre de 1967, reunidos en el Parque Zoológico de Cochabamba, Ramiro Barrenechea y Carlos Soria toman nuevamente la decisión de incorporarse a la guerrilla. "Nuestras discrepancias con el foquismo nos parecían menores a las que teníamos con la dirigencia partidaria. A juicio nuestro, la guerrilla era en esos momentos el único frente real contra un gobierno que había masacrado a los mineros, practicaba una consecuente política entreguista y violaba a sus anchas todas las libertades democráticas”.
Por esos mismos días, en las cuevas de aprovisionamiento de la guerrilla, el Ejército encontró numerosas fotografías, entre otras las que Loyola Guzmán se había tomado con los guerrilleros y con el propio Che en la visita que hizo al campamento a fines de enero.
Ella fue aparatosamente detenida y se perdió el único contacto visible que hubiera permitido poner en práctica la determinación asumida por los jóvenes comunistas.
"Seguimos buscando sin éxito algún enlace, aunque después se sabría que no existía ninguno pues el núcleo urbano estaba desarticulado y sin ningún nexo con la guerrilla. Tres semanas después el Che estaba muerto y la guerrilla aniquilada”.
Depositario de la memoria
Haber reunido toda la documentación de esos años y haber rescatado documentos que si bien no eran inéditos eran inencontrables, se convirtió en una misión obsesiva que no lo abandonó. "Un insistente y reiterado reclamo a quienes se embarcaron en la lucha armada desde fines de los años 60 fue que recogieran documentos y levantaran testimonios sobre su accionar. A varios de ellos y ellas, en cierto modo sobrevivientes de esa larga contienda, solíamos decirles que estaban dejando un agujero negro en la historia del país. Nos correspondía a muchos, pero el que ha persistido he sido yo. Alguien tenía que hacerlo, creo que he cumplido una misión que me autoimpuse”, sostiene Carlos Soria Galvarro a 50 años de los hechos.
Aunque minimiza su fama de autoridad mundial sobre la guerrilla en Bolivia y la figura de lo que él llama "el Che boliviano”, y destaca su labor como periodista, director de noticias del canal estatal, docente universitario, columnista y formador de comunicadores de áreas rurales, si se lo rastrea en internet también aparece como "documentarista del Che”. De hecho, él aporta a este rastreo global con el sitio www.chebolivia.org, donde se puede descargar sus textos, fotos, artículos y mucha información sobre el mítico guerrillero.
Quizás, también, de esa forma Carlos Soria Galvarro haya terminado de librar sus propias batallas y honrado la memoria de sus compañeros que cayeron en la lucha armada de la cual no pudo ser parte.
Como él mismo describe en un capítulo íntimo de Andares del Che en Bolivia: "Hace poco, en una presentación televisiva el entrevistador quería que le confirmara que los de la generación de los años 60 y 70 hacíamos apología de la muerte y estábamos dispuestos a matar, es decir, a eliminar al otro para avanzar en nuestros propósitos. En verdad, poco había pensado en ello, pero les puedo asegurar que era al revés: amábamos la vida, queríamos transformar la realidad, queríamos un mundo más humano, donde reinara la solidaridad, la libertad y la justicia. Y para ello estábamos dispuestos a entregar nuestras vidas. Puedo asegurar que también ese era el modo de pensar de los jóvenes que acompañaron al Che”.