Fuente: Hparlante
El 31 de diciembre de 1966, dos hombres se sentaron a conversar entre la rala espesura de la selva. Uno, boliviano; el otro, argentino, aunque aquella mañana este último representaba más bien al Estado cubano. El primero era Mario Monje Molina; el segundo, Ernesto Che Guevara. De aquella cita dependía que un partido político de década y media de vigencia aceptara sostener o solo aplaudir a aquel reducido ejército del tamaño de una compañía, congregado en Ñancahuazú en las semanas previas.
Algo grande estaba en juego. Se negociaba que un extenso aparato logístico se pusiera en acción para nutrir al núcleo combatiente. El partido comunista debía colocarse al servicio del “Comandante de América”.
Según Monje Molina, el Che comenzó así: “Quiero pedirte disculpas, te hemos engañado, no pudimos explicarte nuestros planes, pero estamos aquí y esta región es mi territorio liberado”. Desconfío del atribuido uso del posesivo (“mi territorio”). Es probable que Guevara hubiese preferido considerarlo “nuestro”. Al fin y al cabo, él era el forastero.