La semana anterior se ha conocido el anuncio de que, a sus 80 años, dejó de existir Mario Terán Salazar, el hombre encargado de asesinar, el 9 de octubre de 1967, al prisionero Ernesto Che Guevara. Acerca del verdugo del Che se han tejido muchas versiones fantasiosas y contradictorias. Se dijo, por ejemplo, que vivía tranquilo con nombre cambiado y bajo la férrea protección de la institución castrense. Pero otros afirmaban lo contrario: que Mario Terán vivía atormentado, sumido en el alcohol, eludiendo todo contacto, sintiéndose inseguro hasta en predios militares que nunca habría abandonado; en síntesis, huyendo aterrorizado de la “maldición del Che”, una serie de muertes violentas de varios implicados en su ejecución (aunque sin conexión demostrada entre sí).
Sus justificados temores, el remordimiento de conciencia y tal vez las rudas condiciones bajo las cuales recibía protección militar, convirtieron a Mario Terán en un personaje enigmático, imposibilitado de dar la cara. De ahí sus reiteradas negativas a ser entrevistado y mucho menos fotografiado. En 1971 el periodista ítalo-argentino Roberto Savio, al parecer por sorpresa, logró una breve entrevista en la que Terán respondió con evasivas a las insistentes preguntas del periodista. Lo más notable de este caso es que el valioso y extenso documental elaborado, por controversias entre los productores, solo pudo difundirse a partir de 1998, cuando fue presentado primicialmente en Roma.
Que sepamos, esta es la única entrevista formal, tête à tête, realizada con Mario Terán.
Conocimos a varios colegas y medios, principalmente europeos, que intentaron entrevistarlo, pero las condiciones extravagantes que exigía lo habrían impedido; por ejemplo la salida al exterior de él y toda su familia, así como garantías, seguros y altas sumas de dinero.
Es sabido que muy pronto fueron desechadas absolutamente las aseveraciones iniciales de que el Che hubiera caído en combate. Ahora todos los autores militares bolivianos que se han ocupado del tema (en una quincena de libros) admiten sin ningún género de duda el hecho concreto de la ejecución, en cumplimiento de un simple instructivo emanado de la cúpula militar (inducido o no por la CIA, es otro asunto). Algunas de estas publicaciones identifican al suboficial Mario Terán como el ejecutor de la orden, otras simplemente no lo nombran. Pero es igualmente sabida la completa veracidad del dato. Por ofrecerse como voluntario o por una orden verbal expresa, con más o menos ingestión de una bebida alcohólica, con vacilaciones que dieron lugar a encendidas arengas de sus superiores, lo único definitivamente cierto y evidente es que quien apretó el gatillo para lanzar la ráfaga mortal en la escuelita de La Higuera, fue Mario Terán Salazar.
La forma en que el Che enfrentó a la muerte y lo que pudo haberle dicho a su verdugo en esos instantes supremos, solo lo sabía Mario Terán. Y no hizo un reporte escrito de la “misión cumplida”. Y si lo hizo, puede que nunca se lo conozca.
Federico Arana Serrudo, quien fuera jefe de la inteligencia militar boliviana en 1967 en su libro Che Guevara y otras intrigas (Bogotá, 2002), aborda el tema en un capítulo significativamente titulado Una muerte innoble. En un informe secreto que había preparado, dice revelar que el Che se puso de pie rápidamente al escuchar los disparos efectuados en el aula contigua por el sargento Bernardino Huanca ultimando a Willy (Simeón Cuba) y a otro guerrillero capturado gravemente herido la mañana del mismo día. Según la versión de Terán recogida por Arana, el Che le increpó “que había venido a matarle.”
Como una de las pocas voces medianamente autocríticas, Arana sostiene que la forma en que se manejó el “asunto Che” dejó al Ejército boliviano “en el más absoluto ridículo en el escenario mundial y que sigue teniendo (…) una secuela incómoda, embarazosa e incluso vergonzosa para el país”. Tal cual.
Carlos Soria Galvarro es periodista.