Un año antes de su muerte, que acaeció el 14 de noviembre de 2020, Gustavo Rodríguez Ostria me dijo que lo que escribía en ese momento sería “el libro definitivo sobre el Che en Bolivia”. Afortunadamente alcanzó a terminar el manuscrito, aunque, por la celeridad con que le sobrevino la muerte, este tuvo que publicarse de forma póstuma. Acaba de aparecer en Plural, editado por Juan Ignacio Siles y Víctor Orduna. Se titula “Con las armas. El Che en Bolivia” y es una pieza mayor de la historiografía boliviana y una contribución del autor comparable a “Sin tiempo para las palabras. Teoponte, la otra guerrilla guevarista en Bolivia”, probablemente el mejor libro de Rodríguez Ostria, un historiador brillante que produjo muchos títulos que perdurarán.
A diferencia de lo que ocurría con “Teoponte”, en este caso el historiador se enfrenta a un objeto estudiado hasta la saciedad. La atracción universal que ejerce la figura del Che ha sido el estímulo de incontables publicaciones, películas, documentales, etc. sobre este personaje. El libro que reseñamos es el número 99 realizado por un boliviano en torno al Che, según el registro que lleva Carlos Soria Galvarro, un conocido experto en el tema. Si tomamos en cuenta a los autores extranjeros, debemos multiplicar esta cifra por “n”.
Fue seguramente por esto que Gustavo aspiró, como hemos dicho, a escribir el “libro definitivo” sobre su asunto, lo que significaba incluir todas las fuentes, todos los testimonios, todos los diarios, todos los estudios, todos los documentos desclasificados hasta el presente, etc. Una labor titánica que Rodríguez Ostria estaba en condiciones de plantearse hacer porque era un historiador formidable y porque había estado familiarizado con el tema desde su juventud.
Cuando murió el Che tenía 15 años y había cumplido 18 el año 1970, fecha en la que estalló la guerrilla de Teoponte. No estaba muy lejos de la edad de quienes participaron en ese desastre, veinteañeros que murieron en condiciones horribles por sus sueños. Pronto Gustavo se decantó por el marxismo y militó en los grupos radicales de la época, impactados todos por la ofrenda de jóvenes vidas que había hecho el guevarismo, y contagiados también, como el guevarismo, de “impaciencia revolucionaria”. No por eso, sin embargo, necesariamente dispuestos a transformar el país “con las armas”.
Por otra parte, es cierto que muchos tuvimos parecidos antecedentes y no por eso nos dedicamos, como Gustavo, a escribir crónicas guerrilleras. En su elección es posible observar una combinación entre la nostalgia que todos sentimos por nuestra propia juventud (y, en efecto, todos la sentimos: yo sigo comprando el libro marxista que caiga en mis manos) y una vocación más seria y singular, la del historiador.
Como fuere, lo cierto es que Gustavo estaba mejor preparado que casi cualquier otro para intentar escribir, aunque esto nunca se consiga, el “libro definitivo” sobre el Che en Bolivia, la “enciclopedia” máxima sobre un periodo pequeño, de menos de una década, en el que un pequeño país marginado de los grandes sucesos del mundo fue, por excepción, el escenario de uno de estos sucesos, así fuera de uno más bien bizarro, incluso sórdido a ratos. Un acontecimiento que, en vena literaria, cabría describir con un verso de Jaime Sáenz a propósito de otra cosa: “un camino atroz devorándose a su hombre”… Desgraciadamente, no fue solo un hombre el que se inmoló en este camino que –se puede decir tranquilamente después de leer el libro de Rodríguez Ostria– se dirigía “cantado” hacia la muerte y la aniquilación.
De este designio de hacer la obra definitiva sobre el Che se derivan las glorias y las penas de “Con las armas”. Por un lado, la obra rebosa de una característica siempre importante en la literatura científica, la completitud. Gustavo trata de que en su texto las únicas lagunas existentes sean las que se originan en la imposibilidad física (ya sea porque es imposible saber si Tania, para dar un caso, estaba enamorada o no de tal galán, o ya sea porque ciertos archivos, en particular los soviéticos y los cubanos, son hasta ahora inalcanzables). Por tanto, incluye todos los hechos e, incluso habría que decir, todos los detalles que es posible concebir sobre lo ocurrido. Busca que en el libro estén todos los personajes, que son cientos, con sus nombres, sus alias, sus posiciones; que estén todos los viajes que hicieron, las escalas que los pusieron por breve tiempo en tales o cuales capitales, los nombres de las aerolíneas que contrataron y hasta los números de los pasaportes que usaron; que estén las armas que manejaban, las disciplinas conspirativas que aprendieron, los lugares en los que nacieron; que estén los testimonios de los sobrevivientes, engarzados en el relato histórico, como fuente o como comentario de la descripción de los acontecimientos. Se trata de un “tour de force” historiográfico que despierta la admiración del lector. En su lindo prólogo, el editor Juan Ignacio Siles señala que esta profusión de datos, recogidos sistemáticamente por una memoria sin duda privilegiada, permite construir un relato que desmiente a otros muy reputados, como los de los biógrafos del Che (Anderson, Castañeda, Taibo y Kalfon). Dice Siles que hay en el autor una voluntad “polémica”, “desde una perspectiva boliviana”. También puede mencionarse que esta obra corta “ab ovo” los intentos de revisar positivamente el papel de Mario Monje, secretario general del Partido Comunista de Bolivia, y de la dirección comunista de la época (Kolle, Reyes, etc.) en esta trama. El libro muestra detalladamente (como muestra todos los asuntos) que estos comunistas tuvieron un comportamiento desleal y éticamente deplorable, no porque se opusieran a que el conflicto estalle en Bolivia, que en eso tenían toda la razón, sino en que no expresaron su posición con anticipación y claridad por miedo a perder los ingresos y ventajas de su relación con Cuba y permitir así que fueran aprovechados por los maoistas (rentismo boliviano clásico). La condición de Monje de “doctorcito dos caras”, que emerge claramente de este libro, indujo a los guerrilleros a varios errores de cálculo y a imprudentes movimientos de corrección de sus planes iniciales. La elección de Bolivia como escenario, en lugar del Perú, como se tramaba inicialmente, se debió al parecer a un informe de un agente cubano misterioso que, según Monje, nunca habló con él . Rodríguez Ostria le cree y pone el peso de las sospechas sobre el agente, pues este desaparece de escena después de dar su informe, aunque bien podría ser que sí habló con Monje, y que este le “mareo la perdiz” (“los apoyo, pero no los apoyo”), como también hizo con Fidel Castro y el propio Che. En fin, seguramente los expertos podrán encontrar otras decenas de aportes o singularidades propiamente historiográficos en este libro.
En cuanto a las “penas” que implica la completitud abrumadora del mismo, el lector ya las habrá imaginado: la falta de elipsis, el detallismo, la reiteración de datos, todo esto ocupa mucho espacio, crea aridez y, en algunos casos, genera pasajes algo confusos. Hay que lamentar, una vez más, que Gustavo no hubiera tenido más tiempo para continuar su trabajo, tan importante para el país, y que –entre las muchas otras cosas que hubiera sido hermoso que hiciera– pudiera pulir este enorme manuscrito, el cual necesitaba una revisión mayor que la que los editores, cuyo trabajo seguramente fue idóneo, podían siquiera plantearse.
Aún así, como dije desde el principio: se trata de una pieza mayor de la historiografía nacional, la dignísima despedida de un intelectual con el que todos los bolivianos estamos en deuda.